La novela como sueño lúcido

. miércoles
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António Lobo Antunes, “Yo he de amar una piedra”, ed. Mondadori


“Soy un instante
y el instante ceniza, no diamante.
Y sólo lo pasado es verdadero”
Jorge Luis Borges

Reviso la crítica que hice para estas mismas páginas de “Qué haré cuando todo arde” para acometer la de este nuevo libro de Lobo Antunes, y certifico que me quedé corto al decir entonces que cada año y medio, más o menos, el autor nos ofrece una novela magnífica. Aisladas, es cierto, pueden parecer pequeñas joyas literarias, raptos de genialidad, pero puestas una tras otra y miradas en perspectiva nos queda una de las obras más asombrosas de las últimas décadas, desde que se estrenara en 1979 con “Memoria de elefante”. Tampoco me resisto a volver a la comparación con el otro referente actual de las letras portuguesas: mientras que con Saramago nos parece, tristemente, que ya hemos leído lo mejor de su obra, que su vocación “social” y política y su avanzada edad le van alejando de la literatura, con Lobo Antunes –es una sensación personal- parece que lo mejor, 17 novelas después, todavía está por venir, que cada libro es un nuevo salto al vacío, un nuevo ejercicio de riesgo, un nuevo “pídanos lo imposible”.

El imposible, esta vez, nació mientras corregía “Buenas tardes a las cosas de aquí abajo” en el hospital psiquiátrico del que fue médico, el Miguel Bombarda en Lisboa. Tras ver pasar a una mujer muy apenada, acariciando un retrato que llevaba al cuello, se interesó por su historia: resultó ser una amante silenciosa, dada por muerta durante por su amante, y que se reencontró con él cuando éste ya se había casado. Se veían todas las semanas en una casa de citas, ella alquilaba una casa cercana a la de los veraneos de él y su familia, y ése secreto le había llevado a una depresión, tras no poder asistir al entierro del hombre que había amado para no descubrir la historia.

Las sesiones con esa paciente son descritas en una de las partes del libro (estructurado en “fotografías”, “consultas”, “visitas” y “relatos”), de forma no lineal, como nos tiene acostumbrados, sino mezclando todas las historias que forman parte de la novela y que de un modo no forzado van entrelazándose en la mente del lector. La maestría con que Lobo Antunes rompe la narración para unir de ella muchas veces sólo los trozos que se pueden apreciar desde el punto de vista de un personaje nos hace viajar de una a otra, de la guerra de Angola a las sesiones fotográficas familiares, de su primer atormentado matrimonio hasta la desidia por su educación (el autor aún no se ha perdonado por la muerte de su mujer, ni ha conseguido desterrar os fantasmas de la guerra colonial; a sus progenitores sí parece haberles perdonado, pero siempre a través de su propia experiencia como padre). Así, aún escondido en monólogos interiores parciales, vemos al Lobo Antunes más descarnado, más atormentado y, pese a ello, más comprometido con la literatura: no utiliza artimañas de la profesión para captar la atención o suspender la acción y llevarnos por donde él quiere, sino que la misma narración parece surgir con la naturalidad de un torrente, abriéndose camino no siempre por el lugar más fácil, reduciendo todos los actos a anécdotas que suceden en el pasado y el presente simultáneamente como el agua de un río que ha pasado y sigue pasando.

Ya no podemos hablar de novela experimental, o de trasgresión del lenguaje, debemos reconocer en esta forma de amontonar los discursos y acotar las percepciones una actualización del relato caleidoscópico, un aturdimiento con las palabras que permite con mayor facilidad insertar un discurso poético y onírico de forma natural, para hacernos creer que la vida es sólo un mal sueño. El problema para el lector es que al llegar al final descubre que ha estado despierto durante toda la novela.

Entrevista en El País: "Mi libro es un delirio estructurado".

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