Cuando con una buena historia basta

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Cox, Michael; El significado de la noche.

Todos llevamos multitud de historias dentro de nosotros y, con mayor o menos fortuna, las vamos explicando a lo largo de nuestra vida. No hay persona, por anodina o gris nos pueda parecer a simple vista, que no albergue un relato en su interior. Si esa persona logra dar con las palabras adecuadas, y el número de cosas que tiene para contar es lo suficientemente grande, y lo suficientemente interesante, suele convertirse en escritor (de novelas, de cine o de seriales radiofónicos, tanto da). Numerosos son los casos en los que la literatura nos ha ofrecido autores de una sola obra: los casos más paradigmáticos son Edmond de Rostand, al que su “Cyrano de Bergerac” eclipsó durante el resto de su vida y cuyas piezas teatrales posteriores fueron un fracaso, o Juan Rulfo, que después de Pedro Páramo abandonó la escritura con el único argumento de que “ya había dicho todo lo que tenía que decir”. El valor de estas obras no debe, por tanto, valorarse en exento, sino como la suma y final de procesos de años, a los que rara vez, y podemos fijarnos para ello en el “Ulysses”, sobrevive el autor.

“El significado de la noche” tiene ese valor de “obra de una vida entera”, ya que Michael Cox, su autor, estuvo planeándola durante treinta años. En ese tiempo, literariamente se dedicó a la edición de antologías de relatos victorianos de temática generalmente fantasmal. Fue cuando le diagnosticaron un cáncer que amenazaba con privarle de la vista, cuando se puso manos a la obra en la composición de “El significado de la noche”, coincidía, además, que los medicamentos con que se trató le producían una intensa actividad física y mental.

Son varias las virtudes del libro, entre ellas la mezcla de géneros y el profundo conocimiento del lenguaje, toponimia, costumbres, relaciones sociales… de la época victoriana. Pero la que más destaca entre ellas es la creación del protagonista y los sentimientos de atracción y aversión que Cox consigue que sintamos hacia él. En la primera página comete un asesinato azaroso: elige a una víctima anónima para probarse que tendrá valor y habilidad a la hora de matar a otra persona, esta sí identificada como la némesis de nuestro “héroe”, Edward Glyver. A partir de ahí, la narración realiza varios saltos entre la niñez, adolescencia y edad adulta de éste, valiéndose del recurso del “relato encontrado”, y que a veces da la sensación de ser una excusa para hacer un alarde de estilo, citas y exhibición de conocimientos eruditos, pero que recrea fielmente los usos literarios del siglo XIX, traídos a un lector del XXI.

En suma, puede que Michael Cox no publique ninguna novela más, o que las siguientes no tengan la brillantez de esta. Pero ha conseguido lo que todos perseguimos incansablemente: contar, al menos una vez, una buena historia.

Ficha en Editorial Planeta

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